Colombia es un país rico en minerales esparcidos en archipiélagos geológicos. Un poco de carbón en Boyacá, otro tanto en Santander, oro en Bolívar y en Nariño, níquel en Córdoba, etcétera. A diferencia del crudo convencional que se encuentra en los llanos poco densos en población, gran parte de los minerales se encuentran en las faldas de los valles interandinos poblados.
Colombia debe aprovechar su riqueza mineral para apalancar su desarrollo. Lo dijo el Presidente Mujica de Uruguay, sería idiota no hacerlo. El país apenas asoma su nariz hacia el desarrollo y cuenta con recursos apetecidos en el mundo como son el oro, carbón y esmeraldas. Todos, fuente de regalías e impuestos; riqueza para el Estado y bienestar para la población si se administran de manera correcta. Pero las condiciones del país conforman un reto singular: armonizar la explotación minera con las mejores prácticas para intervenir el medio ambiente y que esto sea reconocido por una vecindad que habite pacíficamente con los cambios certeros que se presentan en el ambiente, cultura y economía del lugar. Esto, en un país que enseña lujuriosas montañas con todo tipo de piedras dispuestas a la rudimentaria pica y pala.
La naturaleza brinda la provocación para que cualquiera sea minero, pero la capacidad disruptiva de esta actividad y la expresión constitucional que el subsuelo es del Estado dictan que sólo la élite deba practicarla. Es un oficio para que los mejores puedan traer tecnología de explotación del mineral y conservación ambiental y capital suficiente para aguantar los vaivenes usuales y bruscos de los precios internacionales. Este principio de adjudicar el subsuelo minero a través de mérito, apenas entró en la institucionalidad colombiana a través de un Código de Minas que se expidió en 2010, que se declaró inconstitucional posteriormente y que hoy cuelga del hilo del Plan de Desarrollo. Antes la regla, con pocas excepciones, era primero en el tiempo, primero en el derecho. ¿Por qué no todo el país no es ya un queso roquefort, como lo es Marmato en Caldas o parte de Boyacá, si cualquiera podía reclamar un título minero? Por la inseguridad y la falta de información geológica. Apenas comenzó a sentir el país algo de seguridad y las exploraciones petroleras expresaron secretos de la tierra, se despertó un auge en aventureros locales y extranjeros y los títulos mineros comenzaron a tranzarse en el mercado colombiano. De ahí nace el eufemismo la locomotora minera.
La minería se práctica en un espectro que va desde socavones estrechos e inseguros en Boyacá hasta el impresionante despliegue de logística, tecnología y responsabilidad social de El Cerrejón, pasando por empresas con desaciertos de todo tipo como la Drummond. Toda esta fauna heredada y la nueva otorgación de títulos a la élite dependen de una institución aún en su infancia: la Agencia Nacional Minera.
Los pilares principales en que debe reposar el desarrollo minero colombiano son: la selección elitista de los nuevos operadores; la consolidación de su minería tradicional; la expresión clara de las prácticas ambientales que son permitidas y prohibidas y en qué hábitats, y la construcción de la institucionalidad que permita la distribución de regalías hacia los mejores proyectos. Cada punto depende de entidades muy jóvenes (Agencia Nacional Minera, Agencia Nacional de Licenciamiento Ambiental y los OCADs regionales) que pueden aprender de las mejores prácticas mundiales y construir la anhelada locomotora. Casi todo está inventado en otros lugares.
Las maldiciones y virtudes de Colombia nacen de sus montañas
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